martes, 7 de abril de 2020

Trump ya tiene su guerra (y III)

Una de las características que hacían especial a Bill Clinton, frente a sus predecesores, es que fue el primer presidente, desde la Segunda Guerra Mundial, que no había servido en las Fuerzas Armadas de su país. De hecho para sus críticos, Clinton se fue a estudiar en los 70 a Oxford para evitar ser reclutado y enviado a Vietnam.

El servicio en las Fuerzas Armadas es una constante que se repite en muchos políticos norteamericanos (no solo presidentes, sino también gobernadores, congresistas y senadores), especialmente desde la Guerra de Sucesión y Ulysses Grant que dirigió el ejército de la Unión en la Guerra de Secesión y luego fue presidente. Muchos buscan así el prestigio popular que tienen las Fuerzas Armadas para hacer carrera política.


Clinton no parecía muy preocupado por una intervención en el exterior durante su primer mandato, en el que la recuperación económica fue su principal aval. El enemigo acérrimo de las décadas anteriores, la URSS, se había fraccionado de muchos países y su poder militar se quedó rápidamente obsoleto por falta de inversión. Boris Yelsin además daba una nefasta imagen como mandatario, presentándose ebrio en varias ocasiones ante la prensa. Rusia era ahora irrelevante y Estados Unidos ostentaba una hegemonía global sin rival (China estaba lejos aún de convertirse en un problema).


De hecho, Clinton ganó sin problemas las elecciones de 1996 frente al republicano Bob Dole, aunque también recibió la ayuda de Ross Perot que volvió a presentarse, aunque con mucha menos fuerza, y que consiguió 8 millones de votos. 

Pero en 1998 saltó el escándalo de Mónica Levisky, que por extensamente conocido no merece la pena ser contado. La cuestión es que durante todo ese año y hasta febrero de 1999 la prensa no hablaba de otra cosa y los demócratas se pusieron muy nerviosos con la llegada de las siguientes presidenciales en 2000. Tenían muchas esperanzas puestas en el vicepresidente Al Gore, sucesor natural de Clinton y con gran popularidad.


Había que buscar un “golpe de efecto” y nuevamente la acción exterior brindó la oportunidad. Si la desintegración de la URSS había sido, afortunadamente, pacífica en Yugoslavia no iba a suceder lo mismo. 


Desde que comenzaran a proclamarse la independencia de algunas de sus repúblicas, Eslovenia y Croacia fueron las primeras en 1991, las armas empezaron a sonar. La Unión Europea actuó completamente desunida (¡qué raro!) con Alemania reconociendo de manera unilateral la independencia de Eslovenia y Croacia. Rusia, tradicional aliado de Servia, bastante tenía con lo suyo. Estados Unidos estaba completamente al margen, en el año previo a las elecciones de 1992 y con Bush con una altísima popularidad. Solo las Naciones Unidas intentaron actuar, con un catastrófico resultado (Srebrenica quedará para siempre como un símbolo de la inacción de la ONU y de la cobardía de 400 cascos azules holandeses que no hicieron nada para evitar una matanza de 8.372 bosnio a los que debían proteger).

Así las cosas, en 1999 solo quedaban los rescoldos de aquella guerra, con Slodoban Molosevic enfangado en un conflicto armado en Kosovo. Clinton vio allí su oportunidad de actuar en una “operación quirúrgica” atacando desde el aire, no solo posiciones serbias en Kosovo, sino incluso bombardeando Belgado. Además, Clinton se buscó el apoyo de la OTAN para no actuar de manera unilateral, aunque el peso de la operación la llevarían los norteamericanos (hay que recordar que nuestro Ejército del Aire participó en los bombardeos desde la Base de Aviano en Italia). 

La cortina de humo funcionó… a medias. Al Gore fue el candidato más votado en las elecciones de 2000, pero George W. Bush ganó gracias a que su hermano era por entonces el Gobernador del estado de Florida, que fue el determinante por unas decenas de votos. Así todos los compromisarios del estado fueron republicanos.


El 43 presidente empezó con unas cotas de popularidad bajísimas y con gran parte de la opinión pública cuestionando su legitimidad como presidente. Pero las tornas cambiarían rápidamente en septiembre de 2001.


La caída de las Torres Gemelas dio a Bush la excusa perfecta para empezar una guerra, primero contra Afganistán (ojalá hubiera parado ahí) y después contra Irak. La excusa contra Afganistán era que el régimen talibán estaba cobijando a Osama Bin Laden (que al final fue abatido en Paquistán). La excusa contra Irak hubo que inventarla y se contó al mundo que Sadam Hussein almacenaba armas de destrucción masiva. De nada sirvió la negativa de este (después de invadir el país nadie encontró esas armas), y las tropas norteamericanas ocuparon el país en marzo de 2003… hasta hoy. 


Esa acción hace ahora 17 años desestabilizó completamente la región. Cambió todos los equilibrios de poder, que terminaron de dinamitarse con la primavera árabe (pero esa es otra historia).

Barack Obama ha sido, bajo mi punto de vista, el peor presidente de los Estados Unidos en un siglo. No cumplió absolutamente nada de lo prometido en sus campañas electorales y una de las cosas más sorprendentes es que dijo que “traería las tropas a casa desde Irak y Afganistán”. Para colmo a Obama le dieron en 2009 un premio Nobel de la Paz, algo que nunca entendí más allá de tratar de prestigiar al premio a través del premiado. El premio se lo dieron por “sus extraordinarios esfuerzos para fortalecer la diplomacia internacional y la cooperación entre los pueblos”, increíble pero cierto.


A pesar de ser un nefasto presidente, Obama fue (y sigue siendo) un excelente comunicador y eso le dio un altísimo prestigio dentro y fuera de su país.

Obama se había enfrentado en 2008 a todo un héroe de la guerra de Vietnam, John Mc Cain y, como Bill Clinton, él tampoco había servido en las Fuerzas Armadas. Aquella elección la ganó “de calle” gracias a su carisma y su elocuencia. Pero de cara a 2012, Obama no se resistió a ganar su propia guerra antes de las elecciones. 


Estados Unidos seguía implicado en los inacabables conflictos de Irak y Afganistán, donde aún hoy siguen desplegando decenas de miles de efectivos. Estos eran conflictos “heredados” y a pesar de que el presidente obtuvo una sonora victoria mediática con la muerte de Bin Laden en 2011, Obama se metió en el avispero Libio. 

Fue una victoria rápida y “fácil”. Como hizo Clinton en Serbia, desde el aire. Sin riesgos (aparentes) al no poner hombres sobre el terreno. Pero como ya avisó Silvio Berlusconi, firme defensor de mantener el status quo en Libia y contrario a la intervención militar en la que Italia no participó, el país colapsó. Las consecuencias en el corto plazo fueron catastróficas. El bien armado ejército libio se disolvió en cuestión de semanas y los arsenales de ese ejército pasaron a manos de los clanes tribales del país y lo que es mucho más grave, a manos de los grupos terroristas que ya actuaban en el Sahel, como Al Qaeda en el Magreb o Boko Haram. 


Libia se convirtió en el nuevo Irak, con un supuesto gobierno apoyado por los aliados que no controlaba más allá de las afueras de Trípoli y clanes tribales repartidos por el país, con la región de Cirenaica, que había liderado la sublevación contra Gadafi, convertida en un país independiente de facto. 


Pero lo peor para los intereses particulares de Obama estaba por llegar. En septiembre de 2012, a solo dos meses de las elecciones, un comando terrorista entró en la legación diplomática de los Estados Unidos en Bengasi y asesinó a varios norteamericanos, entre ellos el embajador Christopher Stevens (el artículo adjunto describe los motivos). Fue un golpe durísimo que intentó a aprovechar en la campaña Mitt Rommey, pero Obama volvió a ganar holgadamente las elecciones y zanjó la cuestión sacando a Hillary Clinton, secretaria de Estado, de su gobierno.


Y por fin llegamos en este relato cronológico al mandato del 45 presidente de los Estados Unidos, Donald Trump. Polémico, millonario, soez, misógino, enemigo de la mayor parte de periodistas y medios de comunicación de su país, twittero compulsivo, Trump, como Clinton y Obama, tampoco sirvió en las Fuerzas Armadas. A pesar de este pequeño detalle, Trump ve en los miembros de las Fuerzas Armadas (casi tres millones de personas entre reservistas y personal activo) y sus familias un nicho importante de votantes, por eso los guiños a este colectivo han sido constantes en su mandato. 

La popularidad del presidente ha sido como una montaña rusa a lo largo de su primera legislatura, pero con más bajadas que subidas. Cada vez que las cosas iban mal en casa, Trump se buscaba un enemigo exterior. China ha sido de sus preferidos, pero con el gigante asiático no se iba a enfrentar en una guerra convencional (aunque sí en una comercial). 


Corea del Norte al principio empezó reunir papeletas para recibir un ataque, pero al final Trump y Kim Jong-un se hicieron amigos (entre gobernantes excéntricos todo puede suceder). 


Luego fijó como objetivo a Venezuela de Nicolás Maduro y algunos medios empezaron a dar por hecho que la intervención sería inminente. Aquello también se enfrió. 


Este mismo año la escalada de tensión contra Irán estuvo cerca de llegar a un punto sin retorno. Trump ordenó acabar con la vida del General Soleimani, como relataba en el primer capítulo de esta serie. La peor parte de esta historia se la llevaron los pasajeros de un vuelo comercial ucraniano derribado por las defensas anti aéreas persas, que lo confundieron con un atacante.


Pero ha sido en las últimas semanas cuando Trump ha conseguido “su guerra”. La guerra contra el Covid 19. Al principio Trump no dio importancia a la propagación de este virus, motivo por el cual decenas de miles de personas morirán en su país, pero pronto se daría cuenta de la posibilidad mediática que se le presentaba “declarando la guerra al virus”.


Puede parecer baladí, pero a finales de marzo de 2020, después de dirigirse al país y decir que Estados Unidos estaba en guerra, Donald Trump alcanzó su nivel de aceptación más alto en cuatro años, ¿casualidad?